viernes, 15 de mayo de 2009

Ribadesella.


Pies descalzos pisando la arena pedregosa. El agua le acariciaba las puntas de los dedos. Su imagen en el reflejo era perfectamente nítida. Nunca se había parado a pensar lobonita que podía ser su sonrisa, pero tampoco le extrañó: nunca nadie se fijaba en él, ¿por qué iba a hacerlo él mismo? La mochila al hombro le pesaba, pero estaba tan maravillado con lo que tenía ante sí que no pensó en soltarla en ningún momento.
La cabeza le daba vueltas. Unas vueltas que se le antojaron cómodas. No quería salir del trance, nunca. Pero sabía que tendría que volver al monstruo de asfalto y contaminación, algún día.
Se dio por vencido, y se sentó frente al rugido de las olas. Los pantalones se le mojaron con la arena húmeda, pero nada podía perturbarle. Se sintió fuerte. Fuerte e insignificante a la vez. Apretó los puños y lanzó un juramento en silencio a los pájaros que dibujaban con sus alas el atardecer.
Cuando el agua empezó a salpicarle la cara con cada sacudida decidió que era hora de regresar.

Seis horas de viaje para ver el mar durante dos horas, y algunos le llamaban loco. Otras seis de vuelta para volver al cementerio de almas que llamaba ciudad, y le aplaudían. Ahora tenía claro que él no era el desequilibrado.
El motor rugía. Dejaba su hogar atrás, pero volvería. Lo había prometido.



Qué difícil es vivir en un sitio que odias y a la vez amas. Qué difícil es sentir que tu tierra es otra, pero que no podrás salir jamás de ese cementerio en el que vives y al que estás demasiado unido.

1 comentario:

Arlekín Negro dijo...

Eso, si se corresponde al título, debería ser mi tierra o por aquí cerca.

Supongo que no es fácil estar donde no quieres estar... me pregunto si echaría de menos el mar de no estar aquí...