viernes, 22 de mayo de 2009

Carta a Nuestra Memoria (III)

No me había dado cuenta de que me aproximaba peligrosamente al banco donde estabas sentada, y mis amigos se estaban divirtiendo tanto adivinando lo que pasaría, que decidieron dejarme actuar libre, yendo hacia mi destino sin remedio alguno.
Y ahí estabas tú, leyendo un libro tranquila. Recuerdo haberte mirado sin entender qué hacías ahí y cómo no me había dado cuenta. No sé cuánto tiempo estuve aguantándote la mirada, pero me parecieron minutos eternos en los que no podía parar de examinar tus ojos.
Oía a Carlos y Juanjo riéndose de mí y de mi torpeza, pero era como si un acuario de varios metros de ancho estuviera entre nosotros y ellos. Un acuario con unas paredes muy gruesas de cristal, con agua y un millar de peces enanos de colores en su interior. Eso es todo lo que puedo decir de la distancia que sentía con ellos. Sin embargo, la distancia entre tú y yo era mucho más corta. Pensándolo ahora lógicamente, debía de haber cosa de un metro entre nuestras cabezas, ya que tú estabas sentada y yo de pie y además había retrocedido un paso al notar el golpe; pero en mi memoria, la distancia entre tú y yo no era mayor que la que separa a un labio de otro cuando una persona habla.
Con tu mano izquierda sujetabas el libro que leías, uno de poemas que, según me contaste después, te habían regalado y leías por cortesía, de otra manera, jamás hubieras escogido un libro de poesía. Ahora sé que la detestas, aunque sigo sin comprender por qué.
Entre los dedos índice y corazón de tu diestra se apalancaba un cigarro casi consumido, ávido de tus labios una última vez antes de morir. Tú satisficiste su último deseo, le diste una calada y lo tiraste para rematarlo después con la punta de tu sandalia derecha, sin ni si quiera mirarlo.
Tus ojos grandes y marrones miraban serenamente a los míos, marrones también pero sin la magia de los tuyos. Pedían una explicación que, supe, no te importaba en absoluto, pero te intrigaba.
Tus labios dibujaron una sonrisa burlona y amable a la vez, luego reprimiste una carcajada que me hizo volver a la realidad, una vez más.

-Perdón –conseguí decir con esfuerzo –. Me he tropezado.
-Lo he notado –dijiste tú, sonriendo aún.

Carlos me agarró del hombro y me hizo moverme, diciéndote algo acerca de mi torpeza. Yo seguía sonriendo, mientras me despedía de ti con la mano. Ese gesto hizo que durante mucho tiempo pensara que me habías visto como un auténtico estúpido, aunque no reprochaba nada, yo mismo me parecía un estúpido.
Suerte que a ti te pareciera… “mono”.

1 comentario:

Arlekín Negro dijo...

Sólo diré que me parece genialosa la última frase ^^