jueves, 21 de mayo de 2009

Carta a Nuestra Memoria (II)

Segunda entrega. Ésta es de mis partes favoritas de lo que llevo hasta ahora.

Aquel día, en el parque, pensaba en mis problemas con ese afán egocéntrico de cualquier crío de 18 años; problemas que no eran en absoluto importantes, aunque eso no lo supe hasta bien tarde; por entonces, se me derrumbaba el mundo cada vez que me sumegía en cosas como mis exámenes para el acceso a la universidad tan próximos y a los que tan poca atención les había prestado; en mi hermana Arancha y en su facilidad para elegir malas compañías y desesperar a mis padres; en Juanjo y en Carlos y en si seguiríamos siendo amigos el verano siguiente, cuando cada uno hubiese empezado su camino…Perdía tanto tiempo pensando, que no disfrutaba de los que podían ser los últimos momentos con mis mejores amigos. Y es que siempre fui más de pensar que de actuar, aunque eso cambió con el tiempo, y contigo.
Mientras captaba alguna palabra suelta de Carlos, sin atender a su discurso, mi mente vagaba entre las hojas de los árboles en flor, como impulsada por la brisa primaveral.
Suspiré mirando las nubes en lo alto del horizonte, hasta que mi vista topó con la copa de un árbol; seguí su figura hasta llegar al pie del tronco y entonces allí, parado, estaba el perro más majestuoso que he visto en mi vida. Un chucho que, de haberse puesto en pie, tal vez me hubiera ganado en mi metro ochenta de altura. El pelo sedoso color plata, y los ojos de un azul que nunca he vuelto a ver, un azul tan intenso que ni si quiera un pintor flamenco lo podría haber conseguido para sus cuadros. Caminaba despacio, observando con desdén lo que había a su alrededor. Sé que parece una locura, pero así es como era el animal, y no he visto en todos los años de vida posterior, ningún humano que se semejara a él en su opulencia.
Es curioso cómo un detalle en apariencia tan insignificante puede cambiarlo todo cuando nuestros ojos recaen en él, de forma tan efectiva y radical. Este detalle que te estoy narrando en particular, a mí me cogió en un momento de inestabilidad tal que veía cómo todo oscilaba ante mí, igual que se ve una imagen cuando se interpone ante ella una columna de gas. Pero también he visto cómo se retorcía el futuro a pesar de creerlo fijo e inamovible por un detalle que al destino y a la casualidad se les antoja plantar en un preciso momento. De hecho, así es como me siento, eso es lo que me pasa ahora. Ésa es la razón por la que te escribo esta carta, querida. Pero ese punto te lo explicaré más adelante: no quiero anticipar acontecimientos; si lo hiciera, no sería buen escritor, y lo único que tengo seguro es que sí lo soy. Eso, y que te quiero, nunca lo olvides.

¿Por dónde iba? Ah, sí, el perro.
Su dueña, una niña de unos 6 ó 7 años, le llamó con un silbido y gritó para que se acercara. No me extrañó oír cuál era su nombre. Seguí a Sultán con la mirada, cómo se movía con la parsimonia exquisita de los que saben que tienen tiempo para perder y deciden perderlo haciéndose notar. Despacio, como si le dijera a esta vida puta que no podrían con él. Los ojos cansados, pero la mirada altiva. Llegó a los pies de la niñita y se mostró indulgente con ella, como si le tuviera una especial simpatía, con el hocico le dio un toque cariñoso en pecho, que era por donde le llegaba el perro. Ella alzó su mano y le acarició detrás de las orejas al tiempo que Sultán lanzaba un ladrido al aire. Se me antojó la escena como sacada de una película muda en blanco y negro y con los carteles de los diálogos en inglés: “Thank you for coming” decía la niña. “you’re welcome” decía Sultán. La niña echó a correr por el borde del Lago Gris del parque, y el perro la siguió.

Yo había seguido andando mientras observaba mi escena, y sonreía como un tonto en mi ensimismamiento. Pero mientras se alejaban, algo me sacó de la película muda como quien en el cine sufre uno de esos espectadores que no quitan el sonido a su móvil. Tropecé con algo que me volvió a la vida real. Seguro que ya has adivinado qué fue. Exacto, fuiste tú.

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