viernes, 26 de junio de 2009

Carta a Nuestra Memoria (VI)

(Carta I, Carta II, Carta III, Carta IV, Carta V)

El señor Montés tenía 63 años cuando yo lo conocí. Con mis 18 años, para mí Montés era un anciano ya que peinaba canas y llevaba sus años a cuesta con gran orgullo. Tenía el cuerpo bastante joven para su edad: el tronco robusto, las piernas fuertes. No en vano seguía haciendo deporte: corría por el Parque todas las tardes durante tres cuartos de hora, y yo me dedicaba a observarle, a grabar en mi memoria su expresión cuando terminaba y se sentaba en uno de los bancos, siempre el mismo, a fumarse un cigarrillo, un ducados, para ser exactos. Puede que Hugo fuera otro de los culpables de que dejara de ver el tabaco como algo dañino para verlo como algo romántico. Me parecía curioso cómo maltrataba su cuerpo con la nicotina justo después de depurarlo durante su recorrido. Tiempo después, cuando tuve confianza para preguntarle, me explicó que era su único cigarrillo al día, y que le gustaba disfrutar de él en ese banco, desde el que se veía el Lago, justo después de haber llenado sus pulmones con el aire fresco y sintiéndose demasiado henchido de salud en relación con su edad; ese cigarro diario le proporcionaba, en la medida justa, un poco de equilibrio con el mundo.
Era un hombre curioso Hugo. Me cayó bien desde que le vi hacer ese extraño ritual por primera vez.

Una de esas tardes en las que mi vista seguía su fiel recorrido tal vez fui un poco más despistado, o tal vez él un poco más avispado. El caso es que me vio mirándole, a escasos metros, cuando él fumaba y yo reflexionaba en un césped cercano. Él, sin dejar de mirar al frente, me preguntó si quería algo, sin rastro de amabilidad en su voz, pero sin ofensa tampoco; sólo se defendía de las miradas de un joven insolente, como solía llamarme en broma.

-No, señor -contesté.
-Pues cualquiera lo diría, chico, llevas mirándome toda la tarde. Y sé que no es la primera vez. Te sientas ahí, o un poco más allá y me miras mientras corro. a veces también escribes en ese cuadernito tuyo, ¿qué eres, poeta?

Cuando se dignó al fin a mirarme y yo empezaba a cambiar de idea con respecto a que me cayera bien, su sonrisa me tranquilizó. Yo también sonreí.

-Es... es... es que me parece curioso que venga todas las tardes, que no falle ni una, y corra exactamente el mismo tiempo y por el mismo sitio siempre.

Él asintió, sin dejar de sonreír. Me contó que era un jubilado que no tenía otra cosa mejor que hacer. Había sido conductor de autobús durante muchos años y su trabajo le había llenado, pero al final, el cansancio de la rutina lo venció, y decidió jubilarse antes de tiempo. También decidió que debía bajar los kilos que había estado cogiendo durante más de 20 años sentado al volante, y cuando los bajó, el hábito se había hecho con él, y echaba de menos la rutina de su itinerario diario, así que ahora seguía saliendo todos los días a hacer exactamente lo mismo.

Hugo también tenía curiosidad por saber por qué iba yo todos los días, o casi todos. Les expliqué que, aunque ya no tenía muchas esperanzas de que aparecieras, después de un par de meses me acostumbré a ir, sentarme y esperarte. Sonrió, compadeciéndose de mí.

-Conque estás enamorado... pobrecito, tan joven.
-No soy tan joven, tengo 18 años -dije con el mismo desdén que utilizan los post-adolescentes cuando les llaman jóvenes sin saber apreciar su juventud -y tampoco estoy enamorado.
-Créeme, chico, sí que lo estás.
-No, ya no. tal vez al principio. Era más obsesión que enamoramiento, diría yo.
-¿Cómo se llama?
-Alba -dije sin pensar un instante, averiguando enseguida mi error y su victoria.
-Aún recuerdas su nombre.
-No ha pasado tanto tiempo, sólo cuatro meses.

Sonrió. Ese gesto que vería después muchas veces. Su ego no tenía parangón, y llevar razón era una de las cosas que más le gustaba en este mundo a ese viejo.

-Cuatro meses, comparados con los cinco minutos que ella te brindó, juntando tiempos, es una eternidad, niñito.

Sus palabras se me clavaban como puñales envenenados. Tal vez tuviera razón, pero nunca se lo diría.

-Si algún día vuelves a verla, te volverás a enamorar. -concluyó.

Se levantó del banco, y yo del césped notando el pantalón empapado y sucio. Me tendió la mano y se presentó.

-Soy Hugo Montés. Algunos me llaman señor Montés.
-Yo soy Jaime. Jaime Úbeda.
-te llamaré 'chico', así no tendré que hacer memoria, que a mi edad ya es un gran esfuerzo.

Asentí sonriendo mientras le estrechaba la mano. Luego, cada uno se fue por su camino.

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