jueves, 4 de junio de 2009

Carta a Nuestra Memoria (V)

( Primera Parte. Segunda. Tercera. Cuarta. )

Me esforzaba por no cambiar mi ruta y pasar por los lugares exactos. A pesar de que tardaba cinco minutos en cruzar el parque hasta mi casa, empecé a demorarme hasta los veinticinco, e incluso los treinta. Mi madre al principio me preguntaba si me había pasado algo, luego pasó a la fase de regañinas por tardar tanto, finalmente se acostumbró como yo me acostumbré a tardarlos sin que me costara mucho.
En esos ratos, me dediqué a observar a los de mi alrededor y empecé a escribir lo que hacían en un pequeño cuaderno que, al principio, era para hacer ejercicios sintácticos a sucio, luego se convirtió en mi diario. Creo que nunca llegué a decírtelo, pero creo que así fue como supe que escribir era algo más que un hobby para mí. Cambiaste mi vida entera con apenas cinco minutos de la tuya, y creo que jamás llegarás a saber cuánto te lo agradezco.

Pasaron los meses, hice la prueba de acceso a la universidad y la aprobé con buena nota que pudo ser mejor aún si no hubiera dedicado tanto tiempo en fantasear sobre ti y lo que estarías haciendo, y a qué te dedicarías, y qué era lo que te apasionaba y a plasmarlo en ese cuaderno que aún guardo, y que te entregaré junto a esta carta. No me arrepiento, porque sé que fueron las horas desperdiciadas mejor aprovechadas de mi vida, y que gracias a ello conseguí mantener vivo tu recuerdo para que tiempo después aún me acordara de tus ojos, y poder reconocerte. Pero vuelvo a adelantar sucesos... vayamos por partes, siguiendo el curso de la historia.

Decidí matricularme en filología hispánica, adoraba escribir, las construcciones de las frases me absorbían, me obsesionaba la ortografía, no podía parar de devorar literatura y maravillarme con cada palabra nueva que aprendía; así que decidí que quería saber más de la lengua, lo quería saber todo. Y, aunque aún hoy no lo he conseguido, me sirvió de mucho.

El verano pasó volando y yo seguía yendo tantas tardes como podía al Parque, aunque dejó de ser para buscarte y empezó a tratarse de encontrarme a mí mismo. Con cada una de las personas que me cruzaba me sentía identificado aunque fuera en lo más mínimo.Me pasaba las horas allí escuchando conversaciones de gente ajena sin que sospecharan de mi descaro. Reflexionando, escribiendo, reflexionando otra vez, y siempre a la sombra de un roble viejo viendo las puestas de sol desde el mirador. Me acostumbré a la gente habitual del parque, y ellos a mí: me sonreían, intercambiábamos un par de palabras y seguíamos nuestros caminos.
Pero hubo una persona en particular a la que le cogí un especial cariño. Se trataba de Montés, de Hugo Montés. Te he contado alguna vez alguna de nuestras anécdotas, pero nunca de cómo le conocí.

No hay comentarios: