sábado, 18 de julio de 2009

Hay que joderse.

Estaba yo pensando en todas las gilipolleces que se hacen por las personas que queremos. Entendiendo en su más amplio sentido "querer" y "gilipolleces". No sólo me refiero a la novia que decide por amor cortarse el pelo después de 15 años dejándoselo largo porque a él le gustan las melenas cortas. Me refiero a los sacrificios que se hacen por ayudar a una persona apreciada: un familiar, un amigo, un amante o incluso una persona simpática que todavía no se ha ganado ninguno de los anteriores rangos.

Hablando de mí, por ejemplo, puedo decir que quiero con locura a mi abuela. Bueno, no es extraño tampoco, ha sido mi segunda madre, y no sólo porque sea la madre de la mía, sino porque cuando mi madre no pudo ocuparse por completo de mí por motivos que no vienen al caso, mi abuela me acogió en su casa, me dio dónde comer, dormir y criarme, creciendo en estatura, pensamiento y sustancia.
He escuchado miles de historias de cuando estaba en casa de mi abuela, o de cuando ésta me llevaba al pueblo en los tediosos veranos madrileños, como aquella vez, que yo a penas recuerdo, que fui a por pan a la panadería del pueblo (el único establecimiento existente, a parte de los dos bares de reglamento, típicos e imprescindibles en cualquier pueblo español por pequeño que sea) y de vuelta a casa me crucé con una amiga que me invitó a meterme en la fuente de la plaza y yo ni me lo pensé. Cuando regresé a casa dos horas más tarde empapada, mi abuela me dijo "¿Y el pan, Patricia?" y yo tuve que ir corriendo a la fuente donde estaba la barra de pan esperándome, en su bolsa, junto a la fuente y mojado hasta la miga por las partes que sobresalían del plástico.

Ahora me toca devolverle este favor, ahora que a ella le pesan los años y ya ni el tinte cubre su sabiduría hecha canas. Y en cierto modo, sí: es un sacrificio, pero por otra parte, no me importa estar con ella en mi casa, prestándole la atención que necesita y agradece, sólo escuchando sus cientos de batallitas de abuela que enlaza una tras otra, siempre ilusionada y con esa alegría que caracteriza a mi abuela.
Hoy he recordado que mañana es domingo, y que mi abuela es una señora (muy) mayor y, como suele ser canon, católica hasta las trancas, de esas que rezan antes de dormir, comen potaje en Semana Santa, lloran en comuniones o bautizos y, por supuestísimo, acudne a la misa religiosamente (y nunca mejor dicho) todo los domingos. Ante la imposibilidad de ir a la parroquia de siempre, la de su barrio, me he ofrecido a llevarla a la de aquí, la del mío.

-Abuela, mañana es domingo, querrás ir a misa, ¿no?
-Sí, claro. ¿A qué iglesia vais aquí?
-No lo sé, ni mamá ni yo vamos a misa.
-¿Por qué? ¿Estás peleá con Dios?
-Algo parecido.
-¿Eres una agnóstica de'sas?
-Sí, algo así.
-Jajaja, qué graciosa.


Pues eso. Yo, que soy una agnóstica de'sas empiezo a mentalizarme de que mañana iré a la iglesia de mi barrio, por primera vez en los casi 10 años que llevo viviendo aquí, para hacer feliz a esta mujer que, a pesar de que entendería perfectamente que sólo la acompañase y la esperase fuera, sé que le brillarán los ojos al pensar que su nieta aún puede ir por el buen camino.

Inocente y Santa mujer mi abuela.

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